top of page
  • Daniel Carpinteyro

El Metro de Nueva York: arte a 50 kilómetros por hora



Un poblano en busca de sentido


En 2017, deambulaba por el Metro Zapata, en CDMX, cuando un ensamble de instrumentos de viento con una percusión capturó mi atención: se trataba de los Lucky Chops, una pequeña big band especializada en interpretar covers a partir de un enfoque vintage. Vamos, son capaces de tocar Helter Skelter y hacerte sentir en un salón de baile neoyorquino de los años '20 del siglo pasado. No era la primera vez que los escuchaba, ya que en el 2015 había tenido oportunidad de vivir un mes en las Zeckendorf Towers, frente a Union Square, en cuya estación de Metro era frecuente presenciar sus vibrantes interpretaciones.


A la Gran Manzana me había llevado un programa de estudio dirigido por el promotor Steven Rand al que mi amigo Gabriel Wolfson, generosamente me había recomendado. Fue una experiencia vertiginosa y no exenta de una ansiedad constante. Suelo compararla con asomar el rostro a un acelerador de partículas y recibir una nutrida metralla de protones. A partir de entonces, la mitad de mi mente permanece tan joven como cuando desembarcó en Newark; la otra mitad ha envejecido aún más rápido de lo que debería.


Los términos del programa me requerían visitar, entre otros espacios, diversos museos. Me recuerdo en aquellos recorridos como un receptor voraz, fotografiando todo lo que podía, saturando el celular de notas, absorbiendo información como una insaciable esponja neural, excitado por el ideal de cumplir no solo con mis requisitos de la residencia, sino con la obligación autoimpuesta de pasar por visitante atento, cuya cognición se hubiera expandido entre el ingreso y la salida de cada uno de aquellos repositorios de objetos cuya selección se garantizaba curada con la mayor sabiduría.


Cuando regresé a Puebla, me dediqué a aburrir a mis conocidos vomitando toda la información mal conectada y peor digerida que había importado desde la metrópolis. Durante mi estancia en Nueva York hice honor a la tradición cognitiva del poeta Leopoldo María Panero: lo aprendí mucho y lo olvidé todo.


Debo confesar que entre museo y museo, entre conferencia y taller, debía desplazarme por el Metro, que además me salía gratis porque la gente de la residencia me proporcionó un pase ilimitado. Y creo que ahí tuve mi contacto más importante con la cultura viva de la ciudad. Y por cultura "viva" no quiero dar a entender que los objetos resguardados en museos sean "cultura muerta"; mi punto es que la mayor parte de las personas solemos generar mayor identificación con una artista urbano que con un mármol de rancio prestigio, cincelado en un antiguo reino cuyo significado para nosotros, aunque no queramos confesarlo, resulte irrelevante. La respuesta que mostramos ante un objeto o manifestación artística es diferente si tropezamos con ella durante un recorrido cotidiano que si acudimos a un cultísimo recinto con la intención deliberada de intentar llegar a un éxtasis perceptivo.


Welcome to the underground jungle


El Metro de la ciudad de Nueva York es una de las estructuras urbanas de transporte más ambiciosas jamás concebidas. Cinco millones de personas lo abordan diariamente en alguna de sus 472 estaciones. Sus rieles se extienden por más de mil kilómetros. Es posible detectar las entradas por unos inconfundibles barandales y lámparas pintadas de verde.


Una vez adentro, como en cualquier Metro del mundo, se ingresa en un laberinto de vagones, túneles, desafiantes roedores y conflictos listos a explotar ante la menor provocación. Sin embargo, algo más flota en el ambiente: ante el observador atento se revela una diversidad étnica formidable, rasgo predominante y cédula de pertenencia de esta ciudad al reducido club de las Cosmópolis: las pigmentaciones, rasgos, idiomas de casi todos los grupos étnicos terrestres (y quién sabe si también de otras procedencias) están representadas en esta ciudad y comparten vagones durante sus largos traslados. Todas las mentalidades, credos, aromas y bagajes se friccionan y entremezclan bajo el suelo de la ciudad que hace pocos años se supuso el epicentro financiero y multimediático del Occidente.



Una postrería para los sentidos


En los pasillos, junto a los andenes y en los vagones del metro se desparrama el arte del orbe. Sobresale, por supuesto, la música: desgarradoras interpretaciones de blues, dilatados solos de cualquier categoría de rock, saxofonistas, marimberos, bailarines, cantantes a capella, violinistas, magos, mimos, oradores, estatuas humanas y acordeonistas intérpretes de música norteña: todas ellas, todos ellos hacen de este hormiguero su centro de las artes. Después de determinados eventos musicales masivos, es posible encontrar DJs mezcando con sofisticados tornamesas que invitan a los pasantes a interpretar una canción en el karaoke: en estas ocasiones, verdaderas fiestas espontáneas se propagan en los pasillos del Metro y el espacio público suprime por un instante las distancias interpersonales precautorias y se vuelve posible robarle un minuto a la rutina para cantar o bailar junto a un desconocido.


Algunas estaciones tienen presencia de artistas profesionales, en particular Union Square, Times Square, Grand Central, Fulton Street, Lorimer Street, Herald Square y Columbus Circle. De hecho, en estas estaciones los artistas suelen deber su selección al comité del programa Music Under New York (MUNY), que organiza audiciones abiertas al público cada primavera.


Lamentablemente, a partir de la emergencia suscitada por el COVID 19, el programa MUNY se encuentra en suspenso. Desde marzo de 2020, la afluencia en el uso del Metro ha caído en un 90%, dejando a los artistas del Metro, de por sí acostumbrados a la precariedad, en una situación insostenible.


MUNY es un programa dependiente del programa de Artes y Diseño de Nueva York (MTA Arts & Design Program), que además se encarga de convocar y seleccionar artistas plásticos y diseñadores para que generen propuestas específicas. De ahí que en los pasillos del Metro sea común encontrar murales e instalaciones firmados por nombres colosales en el ámbito del arte, tales como Tom Otterness, Sol Le Witt, y Elizabeth Murray.


Esculturas de Tom Otterness en el metro de Nueva York.



En las estaciones Grand Central Terminal, 42nd Street Bryant Park, Atlantic Avenue y Bowling Green es posible deleitar la mirada con fotografías en gran formato, exhibidas sobre estructuras luminosas.


Hay un corredor de estaciones que dispone de grandes pantallas que proyectan piezas de arte digital. Algunas de ellas suelen ser bastante inmersivas y capitalizar elementos arquitectónicos. Estas instalaciones digitales proveen impactan la conciencia con la luz de un futuro hipertecnificado y la irrupción de lo virtual en los espacios físicos.


Un Chango en el Metro


El dueto mexicano Chango ha adquirido gran notoriedad en el Metro neoyorquino. Se trata de un DJ y un percusionista que unieron sus fuerzas para generar intensas y bailables joyas electrónicas que hacen emerger por una enorme bocina. Se valen de un dispositivo llamado Octapad y combinan la percusión electrónica con secuencias de ritmos, algunas de las cuales son preprogramadas. Suelen utilizar una batería de carro y una invertidora de corriente para abastecerse de energía. Son de los pocos artistas urbanos en el Metro que se valen de instrumentos no acústicos. Por mucha prisa que lleve uno, es difícil no dejarse arrebatar por el ritmo en el momento en que se pasa junto a ellos.


El otro arte


Sin embargo, no todos los artistas codician el beneplácito del MUNY. Después de todo, solo desde 1985, tras la histórica victoria jurídica del cantautor Roger Manning, es que ha sido legal ser un intérprete musical en el Metro neoyorquino. Desde la apertura de esta red de transporte en 1904, diversos músicos la habían hecho su escenario, a pesar de la prohibición contra su actividad.


Desde la década de los '80, el grafitti y el esténcil han sido manifestaciones prevalentes en este sistema de transporte. Subway Art, publicado por los fotógrafos Martha Cooper y Henry Chalfant en 1985, compila cientos de fotos tanto de piezas caligráficas muy estilizadas, como de algunos de sus autores durante el furtivo momento del trazo en las instalaciones del mencionado sistema de transporte. En este libro se menciona el caso emblemático de TAKI 181, un adolescente mensajero de Manhattan que marcaba su apodo por todas las estaciones de Metro que visitaba. Tras aparecer su historia en un artículo del New York Times el 21 de julio de 1971, miles de jóvenes neoyorquinos siguieron sus pasos y la fiebre del tagging encontró su momento detonante.


También es referencia obligada el documental Stations of the Elevated, filmado en 1977 por Manfred Kirchheimer, quien a contracorriente de la mentalidad predominante en su época no percibía como una molestia el arte urbano que se producía en el Metro sino una forma artística merecedora de consideración y estudio. No estaba tan equivocado, pues algunos de los nombres más celebres de la era de oro de esta manifestación artística renegaban del término "grafitti", equiparándolo a "rayón". Y ellos se negaban a pensar en su trabajo en términos de rayones, sino que lo veían como un estilo caligráfico de gran complejidad, además representado en gran formato.


Un túnel goza de especial celebridad entre los artistas caligráficos urbanos: Freedom Tunnel, que corre bajo Riverside Park, en Manhattan, y que estuvo en desuso por el sistema de transporte entre los años '80 y principios de los años '90, convirtiéndose en el hogar de un número considerable de indigentes. Curiosamente, algunos de estos habitantes no se identificaban como indigentes, sino que consideraban aquel túnel su hogar. Las paredes fueron adornadas con murales que después ingresaron en el canon del arte urbano. La entrada del túnel saludaba a los visitantes con el mensaje "Freedom to write" ("Libertad para escribir"). El recinto comprado por AMTRAK a mediados de los años noventa y clausurado, convirtiendo al lugar en una leyenda del arte sin permiso.


Vale la pena fijarse en las intervenciones que suelen hacerse sobre los carteles publicitarios que se fijan en el Metro. A pesar de que el acto es técnicamente ilegal, es un mecanismo irresistible para las mentes que no pueden tolerar el constante bombardeo visual de la publicidad sin producir una respuesta. En particular me conmovió la respuesta a una agresiva campaña que una compañía de suplementos alimenticios había lanzado aquel verano, tapizando diversas estaciones con unos pósters protagonizados por una chica con una fisionomía de belleza estereotipada, vestida con un bikini. El cartel preguntaba: "¿Ya tienes cuerpo de playa?". En la versión intervenida que logré fotografiar, habían escrito sobre el cartel la siguiente respuesta:


"¡TODOS LOS CUERPOS SON CUERPOS DE PLAYA"!




Texto y fotografías de Daniel Carpinteyro para PUEBLAYORK

bottom of page