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  • Daniel Carpinteyro

Un alquimista mexicano tras la barra neoyorquina



¡Qué hipnótico es rastrear la trayectoria de las burbujas en una copa! Su ascenso constante desde un punto en la base, donde no dejan de generarse como provenientes de un motor invisible, hechiza al ojo atento. Cuando las burbujas, como por una gravedad inversa, se depositan finalmente en la superficie, eclosionan liberando aromas y tentando al paladar. Como una burbuja dentro de una copa, la vida de Alfredo Juárez ha sido una trayectoria de constante ascenso y soltura.


A los 14 años, y con ayuda de sus familiares, Alfredo cruzó a la Unión Americana. Llegó primero a Filadelfia, donde se hospedó unas semanas en el domicilio de unas tías. En este lapso, pudo emprender sus primeros recorridos a pie por suelo estadounidense, empapándose de la cultura de ese enclave mayoritariamente liberal, fundado hace tres siglos por el cuáquero William Penn, y hoy en día punto de convergencia de culturas y etnias diversas, si bien en menor medida que la ciudad de Nueva York, sita a 155 kilómetros de distancia en ruta.


Alfredo había llegado a la Unión Americana con una ilusión en mente: el estudio de la medicina. Impactaban su sensibilidad las series televisivas sobre médicos dedicadísimos y controversiales, detectives fisiológicos capaces de desentrañar los más recónditos misterios de la anatomía patológica y proponer audaces tratamientos al tiempo que remontaban tormentas amorosas y laberintos minados de la administración clínica. "Yo quiero trabajar en una bata blanca como esas", pensaba. "Quiero salvar vidas al mismo tiempo que llevo la mía hasta el límite".


Sin embargo, la vida tenía otros planes para Alfredo. Más que un médico que expidiera recetas, habría de dominar el arte de las cucharadas. En la Gran Manzana, Alfredo ingresó a la industria de los alimentos y bebidas. Empezó desde la base, fregando platos durante pesadísimas jornadas en las que debía complementar la velocidad con la pulcritud. Fue desde el principio un trabajador puntual, eficiente y confiable, tríada de atributos que suelen reconocerse y fructificar en la cultura laboral de los Estados Unidos.


De todos los puestos de trabajo que se ofrecen en los restaurantes de alta gama en los que Alfredo trabajaba, uno capturó su atención con mayor fuerza: el bar tender. Presenciaba con admiración la agilidad con los que estos personajes —vestidos con elegancia— suelen maniobrar, emulando la soltura natural del prestidigitador, para mezclar llamativos y espirituosos líquidos mediante fórmulas precisas que saben de memoria, muchas veces para clientes cuyos gustos también conocen de memoria. El bar tender, además de un empleado gastronómico, es un espectáculo en sí mismo, pues sus manos barajan los secretos de la sobriedad y la embriaguez. Tanto como alquimista, es un confesor que resguarda los secretos de los comensales consuetudinarios, para quienes se ha transformado en una figura familiar y a veces en una suerte de terapeuta, que con paciencia y discreción asimila el trastabillado de los monólogos de quien liba.



A pesar del celo con el que los bar tenders suelen atesorar sus secretos profesionales, Alfredo tuvo la fortuna de beneficiarse de la generosidad de algunos de ellos. Logró hacerse con las bases del oficio, profundizó en los métodos y conceptos hasta elevarse a la dignidad de mixiólogo y finalmente se apoderó del timón de una barra de bar.

Algunas de las barras más distinguidas de la Gran Manzana se han beneficiado de la creatividad de Alfredo a la vez que le han provisto escuela: "La esquina Mexican Restaurant", un célebre tequila bar en Soho; "Cien fuegos", rum bar cubano, cuya mixiología ha sido clasificada por especialistas como la segunda mejor de Nueva York; "Bathub gin", santuario en Chelsea de recetas que se remontan a los legendarios tiempos de la Prohibición Alcohólica; "Amor y amargo", primer bar en Nueva York que solo ofrece bebidas de gusto acibarado; "Juku Bar", restaurante-bar estilo japonés, multinivel y multiconceptual, en el epicentro de Five Points.


¿Qué hace un mixiólogo?
¿Te has puesto a considerar toda la historia que existe detrás de un trago? ¿Te imaginas que al pedir un trago en el bar, la persona que te atiende te compartiera todo un recorrido por el origen de la bebida y de cada uno de sus ingredientes?
Existe todo un debate, cuya resolución aún no se zanja de forma definitiva, sobre la diferencia entre un mixiólogo y un bar tender. Podría decirse que mientras un bar tender sirve los tragos que hay en la carta del establecimiento que lo contrata, el mixiólogo además crea sus propias fórmulas, además de reinventar fórmulas clásicas. Además, el mixiólogo es una especie de historiador de la bebida. La sumatoria de estos atributos se resuelve en un curador de la experiencia etílica, que no se limita a seguir fórmulas establecidas, sino que innova y es capaz de crear narrativas y universos conceptuales a través de la coctelería.

Actualmente labora en Cedar Local Spirits & Bites, en el corazón del Distrito Financiero cuyas olas se propagan por el orbe como tsunamis, a veces turbios, a veces espumosos. En su barra, Alfredo ha dispuesto su arte para intensificar la euforia de rachas millonarias, pero también para brindar consuelo a jornadas de pérdidas devastadoras que marcan la montaña rusa de los brokers. Mientras la marea del dinero va y viene del otro lado de la barra, Alfredo profundiza en las fórmulas del repertorio de los jarabes y éteres, de los que se vale para dilatar hasta la conciencia más esclerótica.


En un establecimiento donde Alfredo trabajaba, se apersonó una tarde resguardado por guaruras un varón caucásico, ya sesentón, con el cabello blanco y la mirada cristalina. Necesitaba repostar. Aquel rostro pareció familiar a Alfredo y, tras cavilar, cayó en la cuenta de que se encontraba ante Bill Clinton, cuadragésimo segundo presidente de los Estados Unidos. Con diligencia, pero como a cualquier otro ser cliente, nuestro mixiólogo brindó sus atenciones.


No todo ha sido champaña rosada en la trayectoria mixiológica de Alfredo; más de una ocasión le ha tocado verse desprovisto, en momentos cruciales, de insumos que encargó para su barra. Y cuando los patrones se percatan de que las habilidades de este joven no se extienden a la generación espontánea de materias primas, los gritos no tardan en prorrumpir.



Pese a su juventud, pese a que el espíritu humano ya guarda muy pocos misterios para él, pese a haber hechizado con sus tragos las papilas gustativas —y facultades críticas —de personajes que en una semana viven lo que nosotros no viviremos en toda una vida, nuestro mixiólogo permanece con los pies en la tierra, con el corazón orientado a su familia y sus orígenes frescos en la memoria, nunca emborronada por los elíxires vertiginosos del espejismo cosmopolita.



Por Daniel Carpinteyro para PUEBLAYORK

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